10.11.11

La tolerancia (primera parte)


No me cabe duda que la tolerancia es parte fundamental de la democracia. Sin embargo, cada vez resulta más común escuchar que no debemos hablar de tolerancia porque tolerar implica situarse en un pedestal más alto que el tolerado, que en realidad lo que debemos hacer es respetar. También sucede que las personas esconden su indiferencia detrás de la idea de tolerancia: “haz lo que quieras y déjame hacer lo que quiera”.
Podría seguir con una larga lista de lugares comunes que se utilizan para atacar la idea de tolerancia. Como se imaginarán, aquí quiero defenderla y lo haré comentando distintos argumentos en su favor reunidos en varios textos filosóficos escritos por autores como Bernard Williams, Jürgen Habermas, Antonio Escohotado, Aurelio Arteta, entre otros.
Eso sí, no iré a los inicios de la tolerancia religiosa, que quizá se hallan en Castellio, quizá en Locke, tal vez en el rey Mogol Akbar El Grande, del que habla muy bien Amartya Sen en su libro La idea de la justicia. Hablaré de lo que hoy día se discute acerca de la misma.
Comenzaré por un texto de Manuel Cruz que se llama La tolerancia o las mil caras de la democracia. Un breve y muy ilustrativo texto. Ahí Cruz nos señala algo fundamental: la tolerancia, como decía Ricoeur de la acción, requiere, para comprenderla bien, un entramado conceptual, por sí sólo el concepto nos dice muy poco y es frágil. Así pues, no podemos plantear la idea de tolerancia sin que ésta de inmediato nos remita a conceptos como barbarie, diferencia, multiculturalismo, etcétera.
Para Manuel Cruz es justo que desde una noción desligada de los conceptos fundamentales que la han de acompañar, se diga que la idea de la tolerancia no es horizontal, pues alguien tolera y otro es tolerado.
En dicho sentido, es perfectamente justificable el grito “¡yo no quiero que me toleren!”. Sin embargo, la tolerancia tiene que ir acompañada forzosamente de dos conceptos democráticos que le dan sentido: la igualdad y la libertad.
Justo entonces podremos romper con la idea de que la tolerancia es jerárquica, cuando la pongamos en el contexto de la democracia, que si bien no es el que da origen a la idea de tolerancia, sí es el que le da un “impulso definitivo”.
Primero hablemos de la igualdad, para ello comenzaré citando a Manuel Cruz: “el polo opuesto a la igualdad no es la diferencia, sino la desigualdad. La pareja de la diferencia es la identidad”. Más adelante señala que “la igualdad tiene algo que decir al respecto de las diferencias: es nada más y nada menos que el garante del derecho a su existencia”.
Lo que no quiere decir, claro, que igualdad sea lo mismo que equivalencia: somos distintos, no cabe duda. Pero si somos iguales y distintos, ¿cómo resolvemos nuestros desacuerdos? Entramos aquí en el ya viejo dilema entre el universalismo, el conflicto añejo entre los que creen que la razón puede encontrar los principios inviolables de los seres humanos y los que defienden, desde los excesos cometidos en nombre de la razón, que no existe tal fuente de universalidad y por ello debemos defender el relativismo cultural.
Tomemos en cuenta que la tolerancia ligada a la igualdad no puede tener límites, pues, como dice Cruz, “no debe conocer límites, en el mismo sentido en el que decimos que cualquier discriminación desigualitaria es condenable”.
Y para reafirmar lo anterior basta con preguntarnos, ¿cuántos actos de intolerancia se basan en realidad en la negativa a reconocer la igualdad? No tiene límites, ahora, ¿decir esto implica defender que aquellos que apelamos a la tolerancia debemos refrenarnos de cualquier juicio de valor?
No, porque es aquí donde entra en juego la idea de libertad, cito a Manuel Cruz: “hay que reconocer que los hombres son iguales para que permanezcan diferentes. La cuestión es qué ocurre cuando esa diferencia genera un conflicto. Porque es entonces cuando la discusión acerca del valor de creencia en apariencia inconmensurables toma tierra y obliga a tomar determinaciones en un terreno mucho más inmediato”.
Cuando hablamos de libertad tenemos que poner el primer límite: no se trata de que cada quien haga lo que quiera, en tal caso el fuerte haría como le plazca y el débil no haría nada. En este sentido, la tolerancia tampoco puede ser ilimitada.
Así, pues, podemos afirmar sin caer en contradicción que la tolerancia define conductas intolerables. ¿Cuáles? Aquellas que pongan en peligro “el ejercicio mismo de la tolerancia”. Y dichos actos son precisamente los que violan los principios que la tolerancia protege: la libertad y la igualdad.
Para terminar añadiré dos cosas más que defiende Cruz: la tolerancia no está ligada a una escala de valores determinada y por ello no tiene sentido verla como una virtud que se justifica a partir de ciertas actitudes o sentimientos, como podría ser el altruismo. Además, en un mundo donde no existe la mejor solución, debemos desarrollar instrumentos para seleccionar la mejor elección entre las opciones posibles. La tolerancia es política.

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